“Cuando el burro grande habla, los burritos se callan”. Con esa frase, que recuerda de su infancia, Carlos Ambro resume el silencio que marcó sus primeros años. Ese mismo recuerdo se transformó en motor tiempo después: enseñar a otros a usar su voz, a no quedarse callados. Hoy, entre clases de oratoria y sets de grabación, el actor y productor limeño combina su experiencia artística con una mirada profundamente humana sobre el aprendizaje, la vulnerabilidad y la creación.
Su proyecto La Flor de Papa, una webnovela que ha cruzado fronteras durante más de quince años, se convirtió en una muestra de perseverancia e independencia creativa. Pero, lejos del ego o la autopromoción, Ambro habla con serenidad, como quien ha aprendido que la voz, la propia y la ajena, se construye jugando, escuchando y volviendo a empezar.
Cuando graba La Flor de Papa en diferentes países, ¿cómo logra adaptar la cultura local para que la ficción se sienta auténtica y no forzada?
Es importante conocer los lugares a los que uno va: a las personas, sus costumbres, su forma de vivir. Todo parte de la comunicación previa entre el elenco y la producción. Disfruto investigar, conocer y vivir como un turista que se deja llevar por el entorno. Practico un turismo vivencial: caminar bajo la lluvia, usar el metro, subir a los autobuses, visitar rincones poco conocidos. Así me siento un citadino más, parte real del lugar que estoy retratando.
¿Qué criterio sigue para elegir los destinos que aparecen en la webnovela?
Tiene mucho que ver con la cultura, el arte y lo que conecta con el melodrama. He grabado tres veces en México, la cuna de las telenovelas, también en Argentina, donde hay una gran tradición de producciones, y en Chile, con sus teleseries. Todo está ligado al arte y a la posibilidad de contar una historia a través de distintos paisajes, personajes y costumbres. Además, busco invitar al público a ser parte del viaje: no solo como espectadores, sino como soñadores que quieran conocer los lugares que uno muestra como creador.
¿En qué momento sintió que el público realmente conectó con la historia?
Todo comenzó por Lima. Mi mamá es guía de turismo, y desde muy pequeño iba a museos, iglesias. Incluso, desde los quince años, daba tours por mi cuenta, ya que siempre quise conocer más sobre mi historia como limeño. Notaba que Lima era vista como una ciudad de paso, así que en La Flor de Papa quise mostrarla por su belleza, que la gente visitara el centro histórico, Barranco, Miraflores… y lo logré. Supe que lo estaba haciendo bien cuando amigos y conocidos me decían: “¡Ay, me gusta ese lugar! He ido ahí, me acordé de ti, de tu personaje”. Si eso pasaba en mi entorno, ¿por qué no hacerlo también en Latinoamérica? Así llegué a Chile, luego Argentina, México, Uruguay, y, más adelante, a Europa.
En La Flor de Papa, ¿qué suele priorizar: lo típico, lo más real o lo visualmente llamativo?
Es una combinación de todo. En la fotografía y los paisajes no aparecen solo los lugares turísticos, sino también esos sitios cotidianos que uno frecuenta cuando realmente vive allí: los espacios tranquilos, con menos gente, donde se puede disfrutar con calma. Me gusta estar atento a todo lo que ocurre y, aunque sea por unas horas o días, ser testigo de esa magia que significa sentirte parte de otra nacionalidad.
«Mi objetivo no es que imiten a nadie, sino que encuentren su propia voz»
¿Por qué demoró tanto en subir nuevos capítulos?
La historia terminó en 2014, porque mi protagonista (la actriz) se casó y se fue a vivir a Estados Unidos. Grabamos el final con el elenco peruano, pero luego vino la pandemia. Durante esos años subí 20 kilos; ya pasaron quince años, y aun así sigo grabando. Cada capítulo lo cuido como una joya: viajo, filmo, edito; eso toma tiempo, pero vale totalmente la pena.
¿Qué podemos esperar de este melodrama hoy?
Quiero que las nuevas generaciones viajen conmigo. Que vean el mundo a través de una historia y comprendan que la actuación también puede sanar. Muchos de mis actores encontraron en La Flor de Papa una terapia, un espacio para liberar emociones.
Menciona su infancia frecuentemente. ¿Su pasión por el arte y el melodrama viene desde niño?
Sí, desde los cuatro años veía varias novelas al día y siempre me gustó actuar. Mi primera escuela de actuación fue Televisa. En 2015, gracias a mi familia Suárez Venturo, pude vivir en México. Por una amistad entre nuestras familias, conocí a Arturo Peniche, a quien admiraba. Me llevó a Televisa y me presentó al equipo de A que no me dejas. Conocí al elenco y al productor; muchos sabían de mí por La Flor de Papa y me decían: “No es fácil entrar a Televisa”. Estuve unas horas viendo grabaciones y fue bonito sentir, aunque sea brevemente, que era parte de ese mundo.
¿Cómo nace su vocación como docente?
En 2008, mientras estudiaba locución y me preparaba para debutar en teatro. Ese mismo año, en la academia notaron mi pasión y me propusieron enseñar oratoria; dije: “Sí, ¿por qué no?” Postulé al ICPNA, quedé y comencé a dar clases el 5 de julio, una semana antes de mi debut teatral. La locución me ayudó a expresarme, no solo en conversaciones cotidianas, sino también al interpretar mis textos en el teatro, y con el tiempo abrió la puerta a la televisión, cortometrajes y webnovelas. En mis clases, combino todo lo que he aprendido: periodismo, actuación, locución, improvisación y cultura general, para que los alumnos encuentren su propio estilo.
¿Qué busca lograr con sus alumnos?
Pulirlos. Que se reconozcan, se acepten y se amen. Que comprendan que todos tenemos talento para comunicar. Si estás tranquilo y confiado, todo fluye. Mi objetivo no es que imiten a nadie, sino que encuentren su propia voz. Busco que piensen antes de expresarse y que usen herramientas como dicción, articulación y modulación, logrando comunicarse con claridad y naturalidad, sin que suene forzado. Cada estudiante puede descubrir su voz y crecer mientras yo también aprendo de su diversidad.
¿Cómo se logra persuadir al público mediante el sonido?
En el caso de la oratoria y la locución, se combinan porque son primas hermanas. Y si hablamos de medios, el más importante y antiguo en lo auditivo siempre ha sido la radio, pues nunca pasa de moda y llega a todas partes. Si hay un apagón, basta una radio a pilas para seguir comunicando. Esa cercanía es lo que persuade, porque al escuchar, uno comprende, analiza, incluso imita las voces. Así empieza todo, como un juego que despierta tu voz. Luego, cuando a esa voz le sumas vida, entonación, energía, escucha activa, cuerpo y mente, ocurre la magia. Persuadir no se trata solo de hablar, sino de sentir lo que dices y hacerlo, siempre, con el corazón.
¿Considera a la radio el medio de comunicación por excelencia?
Definitivamente, ya que en la radio no puedes equivocarte y, si lo haces, tienes que saber responder. Es doble esfuerzo: no te ven, solo te escuchan. Por eso la agilidad mental va a mil. Debes controlar tus emociones y respetar cada palabra, sin correr.
¿Cómo enseña a vencer el miedo escénico?
Suelo decir que una exposición es, ante todo, una conversación. El público no está ahí para juzgarte, sino para aprender de ti. Si hablas con calma, puedes hilar tus ideas sin miedo a olvidar algo. Además, el público no conoce el orden que preparaste, así que si se te escapa un punto, continúa. Lo importante es mantener el ritmo y disfrutar el proceso. Mucha gente piensa que “exponer” es algo terrible, cuando en realidad es una oportunidad para compartir lo que sabes. No hay que memorizar palabra por palabra, sino comprender el tema, sentirlo y dejar que fluya.
Sus clases son bastante dinámicas. ¿Cómo aplica esa energía a las conversaciones cotidianas?
Las conversaciones nacen de la curiosidad. Y los más curiosos son los niños. La mejor forma de equilibrar tu adultez es no dejar morir a tu niño interior. La niñez debería ser eterna, porque los niños preguntan, se asombran, descubren sin miedo ni vergüenza. Pero al crecer, nos llenamos de límites. En mis talleres busco que los adultos recuerden cómo eran de niños, que despierten su curiosidad.
¿Qué limitaciones hacen que perdamos a ese niño interior?
Cuando era niño, siempre se veía a los pequeños como personas en proceso, pero sin derecho a expresar lo que sentían. Cuando quería decir algo, me decían: “Cuando el burro grande habla, los burritos se callan”. No entendía por qué, pero es una frase poderosa que limita al niño: se siente inseguro, no sabe cómo expresarse, y ahí comienzan los problemas. Por eso, con mis alumnos más pequeños, trabajo para que nunca sientan eso. Los escucho, los tomo en serio, no los callo ni subestimo. Creo que dar importancia a lo que dicen es fundamental, porque si desde pequeños les cortas las alas, ¿cómo esperas que crezcan seguros?
¿Cómo logra conectar con niños y adultos en clase?
Las mismas actividades que hago con los niños, también las hago con los adultos. A ellos los veo como niños, así puedo recibirlos con paciencia, entendiendo que a veces surge el
ego o la negación. El niño, en cambio, se deja llevar y ayuda mucho a que fluya la enseñanza. Por eso uso juegos y dinámicas con todos, y al final, los adultos disfrutan más porque recuerdan la
infancia y esa etapa de curiosidad y aprendizaje.
Sobre Gianelle Cainicela
Estudiante de Comunicación y Publicidad. Me apasiona crear historias y entender cómo conectan con las personas.






