En agosto, de 2022, yo era parte del 80% de jóvenes los cuales aún no saben que estudiar al salir del colegio. Mi mamá quería hacer algo al respecto. “Hijo, mira estas clases de cocina”, decía el mensaje de ella por WhatsApp. Adjuntaba un anuncio del instituto gastronómico D’Gallia que ofrecía tres meses de cursos intensivos para gente que trabajaba en cocina, pero no tenían con qué sustentarse,
Como yo estaba en nada, opté por meterme a dichas clases. Fueron cuatro meses inolvidables, donde conocí gente admirable, aprendí sobre la gastronomía peruana e internacional, establecí contactos útiles para mi futuro. Estuve casi decidido de entrar a la carrera de gastronomía, pero mi madre apareció con una idea: enviarme a trabajar a Italia con Kike, mi tío chef.
Para mi mamá, Kike era un ejemplo para seguir, pues había recorrido Europa, América del Norte y una parte de Asia. Ella creía que al irme obtendría algún tipo de ventaja profesional teniendo gente cercana involucrada en el rubro culinario.
Las expectativas de nuestros padres suelen estar basadas en experiencias propias. Las de mi madre me generaban angustia en ese momento. ¡Apenas tenía cuatro meses de experiencia en cocina! Solo había aprendido a cortar cebolla para ceviche y no me veía trabajando fuera del país, ni estaba seguro de lo que realmente quería hacer. Tenía 17 años.
El 60% de jóvenes estudiantes que se cambian de carrera lo hace por no tener claro qué ocupación quieren seguir o la presión de sus padres.
En mi caso, no sabía cómo actuar, pero después de meses de insistencia de mi madre, decidí negarme y estudiar algo más para liberarme de esa situación. No quería ser uno de esos chicos que eligen su camino por cumplir los sueños de sus padres o simplemente ganar dinero.
Cuando le dije que no quería saber más sobre la cocina, “estudiaré otra cosa y punto”, no tomaron bien esta decisión, pues para ella era un sueño frustrado.
Pasó el tiempo y cumplí 18 años. Un día estaba viendo noticias por televisión, cuando, de pronto, enfocaron a los operadores de cámaras. No sé por qué, pero me vi reflejado en uno de ellos, manejando equipos de grabación o editando vídeos, que era algo que hacía desde que tenía 13 años y publicaba mis videos en YouTube (que nadie veía).
Así fue como decidí estudiar Comunicación y Publicidad. No fue muy complicado, siendo honesto.
No niego que me hubiera gustado experimentar la alta cocina, conocer a destacados chefs como Mitsuharu Tsumura o trabajar en un entorno profesional innovador acostumbrado a crear gastronómicas memorables, pero ahora estoy bien, estudiando lo que me gusta. Hasta mis padres se enorgullecen de los resultados de mi esfuerzo, aunque a veces muestran cierto disgusto por no estar estudiando algo que les emocione más.
Dicho todo esto, la presente no es una columna de opinión para jóvenes que están decidiendo qué estudiar y necesitan aliento para seguir sus sueños. Más bien, es un llamado a los padres, para que tengan más conciencia sobre las consecuencias de sus acciones hacia sus hijos. Deben saber que la influencia familiar es un factor crucial para la elección de la vocación de muchos adolescentes. Queda claro que las expectativas o la presión familiar puede llevar a los hijos a elegir caminos que no se alinean con sus intereses.
Hablar sobre los sueños y preocupaciones de los hijos, sobre sus intereses y habilidades, ayuda mucho en los momentos de decisión vocacional, cuando el futuro luce incierto ante tantas dudas y opciones. Padres, presionar no suele funcionar.
Sobre Matías Casusol
La narrativa audiovisual es mi pasión y evocar emociones profundas mi objetivo. Inspirar, a través de mi trabajo, para generar una visión única que resuene en el interior de cada persona.
Muy buena la experiencia y sobre los profesores en poner a prueba a sus alumnos y a que sean ellos mismos con o sin errores a saber y comprometerse en lo que les apasiona