El Congreso de la República celebró en junio de 2025 la modificación de la Guía de Aborto Terapéutico del Instituto Nacional Materno Perinatal, eliminando dos grandes causales: cuando es producto de una violación sexual y cuando hay malformaciones fetales que son incompatibles con la vida.
La congresista Milagros Jauregui, autora de este cambio, aplaudió el retroceso del país con orgullo, bajo el argumento que se está corrigiendo una ilegalidad.
¿Dónde queda la humanidad, la empatía y la justicia? ¿Acaso no cuenta cuando hablamos del cuerpo y la vida de mujeres que han sido vulneradas?
No apoyo el aborto deliberado, como sucede en otros países donde es legal, pero creo que existen situaciones dolorosas, traumáticas y extremas que deben ser abordadas con pinzas y con la sensibilidad que requiere, como lo es el aborto terapéutico. Una de ellas, y la más obvia en este caso, es la violación. ¿Cómo puede un país obligar a una niña, adolescente o mujer adulta a gestar un embarazo que es fruto de una agresión sexual? Quiero entender.
Los que hoy celebran esta “gloriosa decisión” están olvidando, o prefieren olvidar, que el aborto terapéutico es un derecho reconocido en Perú desde 1924, cuando se tiene la vida o salud de la madre en riesgo. Y en salud se incluye también la mental, no solo la física, porque debe ser tomada en cuenta para una decisión tan atroz.
Eliminar esta casuística es condenar a mujeres y niñas a un sufrimiento silencioso y largo. Es someterlas a un trauma que no acaba al parir, sino que continúa por toda la vida. Y todo por una decisión que ignora el dolor ajeno e impone ideologías religiosas y personales.
La congresista Jauregui es pastora y líder de una iglesia llamada La Casa del Padre. Respeto muchísimo su fe —de hecho, también soy creyente—, pero me niego a aceptar que la religión debe imponerse sobre los derechos de un país. El Estado es y debe permanecer laico por una simple razón: la fe es personal y las leyes están para proteger a todos, inclusive a los no creyentes.
Entonces, bajo la lógica de la congresista y su nuevo «hito», como lo llama, me pregunto qué haría ella si fuera su hija, hermana, nieta o inclusive, ella misma, la mujer ultrajada y que quedó embarazada. ¿Le exigirá lo mismo que está exigiendo hoy a todas esas niñas? ¿Tendrá corazón para decirles que carguen por 9 meses al hijo de su violador.
No quiero pintar al aborto como una salida fácil, pero sí defiendo el derecho a elegir en situaciones donde continuar con un embarazo es perpetuar el dolor, la injusticia y la desprotección.
Obligar a una menor a convertirse en madre contra su voluntad es condenarla a una salud mental rota, a una vida truncada y a una infancia robada. Muchos expertos en salud mental y derechos humanos han advertido infinidades de veces que el impacto de un embarazo por violación no solo es físico, sino también difícil a nivel emocional.
Como señala la Organización Mundial de la Salud: «Las mujeres y niñas que quedan embarazadas como resultado de una violación tienen tasas significativamente más altas de depresión, ansiedad, trastorno de estrés postraumático e incluso pensamientos suicidas». Esto va mucho más allá de ideologías.
El Estado peruano ha sido sancionado internacionalmente por negar el aborto terapéutico. Por ejemplo, el caso de Camila, una niña indígena de 13 años abusada por su padre y sentenciada por el delito de auto aborto. Pero el Congreso prefiere dar la espalda a la situación y vendarse los ojos ante el dolor ajeno, como si no hubiera cifras que lo respaldan, como si las denuncias diarias no fueran demasiadas y como si los gritos de las víctimas no fueran suficientemente fuertes.
No quiero pintar al aborto como una salida fácil, pero sí defiendo el derecho a elegir en situaciones donde continuar con un embarazo es perpetuar el dolor, la injusticia y la desprotección. Porque ningún gobierno, congresista o líder religioso debe tener la potestad y osadía de decidir por encima del cuerpo de una mujer que ha sido violada.
Como mujer y ciudadana, pero, sobre todo, como ser humano empático y con sentido común, me duele ver que se legisle desde una doctrina religiosa y usar el disfraz de la “ilegalidad”. ¿Dónde se ha visto que se castigue a las víctimas y se premie a los indiferentes?
Hoy más que nunca, el aborto terapéutico tiene que defenderse. No por ideología, sino por justicia y humanidad. Porque las niñas quieren jugar con muñecas, no criar bebés. Porque la salud mental sí importa. Porque un país que no protege a las más vulnerables no merece llamarse país justo. Y porque una ley no debe llevar el nombre de Dios si no lleva también el peso de la compasión.
Sobre Stephany Saca
Estudiante de Comunicación y Publicidad.






