El 29 de diciembre del 2024, mi abuelo paterno falleció a los 97 años. Al día siguiente, toda la familia se reunió en el velatorio. Pensé que estaba manejando el duelo con madurez, pero me equivoqué, ya que no pude contener el llanto al ver el ataúd.
El último día del año despedimos a mi abuelito en su sepelio. Sentí que, por fin, él podía descansar en paz. Ya no tendría que soportar los dolores tan intensos que padecía en los riñones, pero también sabía que ya no escucharía sus divertidas historias de la selva que solía contarme de su niñez. Esa noche, que iba a ser una celebración, estuvo marcada por el silencio, la tristeza y los recuerdos.
Su partida me afectó más de lo que pensé.
A finales de enero de 2025, noté una mancha blanca cerca de mi boca. “Ya se borrará”, pensé. Lo cierto es que mi madre sí se preocupó, pues cada vez se iba esparciendo en mi rostro. El diagnóstico del dermatólogo fue vitiligo, enfermedad que afecta a una de cada cien personas en el mundo, según los Institutos Nacionales de Salud de Estados Unidos.
Mi mamá permaneció en silencio por unos minutos tras recibir la noticia. Mis ojos se pusieron lagrimosos, pero contuve el llanto. El médico explicó que es una enfermedad no contagiosa, autoinmune y que en casos especiales puede ser desencadenada por eventos emocionales fuertes.
En mi caso, el detonante fue la muerte de mi abuelito. Una de las soluciones del doctor era realizarme una biopsia en la mancha, pero me advirtió que me iba a quedar cicatriz. Entonces, mi mamá se negó. Me sentí aliviada por su respuesta, pero, por otro lado, asustada.
Rompí en llanto al salir del consultorio. Mi mamá me abrazó y lloró. “Todo va a salir bien, todo va estar bien”, me decía.
Llegamos a casa, y lo primero que hicimos fue contarle a mi papá. Volví a llorar. En mi cabeza rondaban muchos escenarios en los que me veía cubierta de manchas blancas.
Desde ahí, cada vez que me levantaba, me dirigía al espejo a observarme. Me miraba y me decía: “¿Por qué yo? ¿Por qué a mí, Dios?”
Pocos días después, mi mamá buscó una segunda opinión médica. Fuimos a la Clínica de la Piel con la esperanza de que me dijeran que no era vitiligo. El diagnóstico fue el mismo, pero el doctor fue optimista. Me indicó que existe la posibilidad de que el vitiligo no aumente gracias a un láser que uniformiza el color de la piel afectada sin causar dolor.
Asimismo, este tratamiento debía ir de la mano con estar tranquila, realizar actividades que me gustasen y, sobre todo, no estresarme. Así que decidí llevar el tratamiento que me ofrecía el doctor.
Dos semanas después, mi inseguridad llegó a tal nivel que no quería ir a mis ensayos de marinera y dejaba de asistir a mi elenco de caporales. No quería que otros vieran las manchas en mi cara. Según NIH MedlinePlus, cuando una persona tiene vitiligo, puede sentirse deprimida y evitar a sus amigos y a su familia.
Fue así como mi actitud fue cambiando. Volví a retomar mis ensayos de baile. Como nunca me preguntaron por qué mi piel se veía así, estaba tranquila.
Pero luego encontré personas con vitiligo que lo mostraban con orgullo, tanto en la clínica como en otros lados. De hecho, leí una entrevista en 100.pe que le realizaron a la primera modelo del Perú con vitiligo. En cierta parte, provocó que me viera de una manera diferente, pero supe que iba a ser un proceso lento.
Al principio, mi piel reaccionaba de manera negativa al láser (se me cuarteaba la piel). Me frustraba al no notar avances. Seguí con mi tratamiento, pero mi doctor notaba mi frustración y mi ansiedad. Seriamente, me dijo que si mi actitud frente a esta enfermedad no cambiaba, el vitiligo se seguiría esparciendo. Me incomodó un poco escucharlo, ya que decirlo era una cosa, ¿pero hacerlo? Complicado, pero no imposible.
Fue así como mi actitud fue cambiando. Volví a retomar mis ensayos de baile. Como nunca me preguntaron por qué mi piel se veía así, estaba tranquila. Hasta hoy sigo asistiendo a la clínica.
Hace un mes noté que ya no se veían las manchas blancas ni en mi nariz ni en frente. El médico me indicó que ya no había vitiligo en esas dos áreas. No puedo describir con exactitud mi reacción de ese día, pero agradecí a Dios. Sabía que estaba venciendo el vitiligo. Es un proceso lento, pero imposible no era.
Hoy, la primera mancha que me brotó sigue en mi rostro. Unos días se oculta, otros se visualizan más. Ya no la veo como una inseguridad, sino como una parte de mí, como una huella de lo que he vivido y superado.
Sobre Samantha Arévalo
Estudiante de Comunicación y Publicidad. Soy una apasionada bailarina, amante de los libros de romance y disfruto aprender nuevas cosas.






